El bosque oscurecía, el canto de los pájaros cesó y el hablar del búho ocupó su lugar. Mi pelo caía sucio por mi rostro y las lágrimas brillaban en mis mejillas. El frío de la noche impregnaba mi resina y sin una manta con la que taparme mi cuerpo empezaba a dejar de responder.
Me sentía solo, estaba sin hogar, triste y desamparado.
Cuando el sol salió de nuevo mis ojos aún abiertos resiguieron las anchas hojas de los árboles. Me levanté con esfuerzo y anduve.
Las ventanas cerradas, oscuridad y silencio. Mis piernas siguieron mi corazón y se detuvieron ante la puerta de mi salvación.
El sol subió al cielo, los pasos resonaron en el interior. Mis piernas aún inmóviles, mis oídos atentos y entonces le oí:
-Marina, ¡Marina!- su voz sonaba un poco afónica.
-Disme.- respondió Marina.
-Por favor, tráeme un poco de agua, mis ojos me han sec… secado.- su voz que quebró al mismo tiempo que mi corazón.
-Hay… dios mío Caín, tranquilo, ahora te llevo el agua y saldré un momento, no te me suicides, ¿eh?- Marina le trajo el agua y oí como bajaba las escaleras y abría la puerta.
Ante mí la luz del hogar iluminó mis ojos y la alta silueta de la humana se detuvo ante mí.
Me sonrió con cariño y habló:
-Bienvenido, pequeñín, pasa.- me dejó pasar y mis pies anduvieron solos hacia arriba.
Mi mano abrió la puerta y unos ahogados llantos cesaron al instante. Unos ojitos verdes me miraron húmedos, asombrados. Sus piernas se levantaron y su mano se extendió hacía mí.
-Lo siento…- mi voz se quebró y mis piernas se doblaron.
Sus manos rodearon mi cuello y sus labios besaron los míos.
-No, no lo sientas. Gracias.- sus besos volvieron mi alma a la vida, su fina resina, sus largos cabellos negros, su cuerpo junto al mío.
-Te quiero.- le murmuré al oído con cariño.
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